Serra Desfilis MA
Catedrático de Medicina
Jefe de Sección de Medicina Digestiva del Hospital Clínico de Valencia. Universidad de Valencia (España)
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En la actualidad es un hecho incuestionable, a partir de numerosos ensayos clínicos y datos de experiencia clínica, que poseemos una serie de tratamientos, basados todos ellos en antivirales directos sobre diversas partes de la estructura del virus C de la hepatitis, que consiguen una curación de la infección viral en un porcentaje superior al 90% de los casos tratados. Por otra parte está establecido que la erradicación del virus C, un virus RNA, supone la curación definitiva de la infección y la regresión de la lesión hepática, en los casos en que la enfermedad no está avanzada, y la estabilización o una progresión muy lenta en los enfermos con patología hepática irreversible. Este efecto sobre la patología hepática conlleva una reducción muy importante del riesgo de complicaciones tanto en frecuencia como en tiempo de aparición de las mismas. Es evidente, por otra parte, que cualquier estudio de farmacoeconomía con estos antivirales es coste beneficio favorable para todos los enfermos y tanto más cuanto más avanzada es la lesión, si bien existe un límite a partir del cual la erradicación del virus no determina un beneficio vital importante. Por lo tanto desde cualquier punto de vista, el tratamiento de la infección crónica por virus conlleva un beneficio en salud y reducción del coste económico incuestionable. Ahora bien la cuestión actual es que el precio a pagar por los tratamientos es muy elevado y la inversión económica inicial, es tan elevada en razón de coste por tratamiento y número de enfermos potencialmente tratables, que es necesario un planteamiento de salud pública a distintos niveles.
En primer lugar el coste de los fármacos es elevado por razones varias, oportunidad comercial, terapéutica corta y eficaz, coste desarrollo de un producto, vida media en el mercado –recordar que los inhibidores de proteasa de primera generación se han podido usar solo durante 2 años– y estrategias comerciales. Por otra parte estas razones anteriores han determinado una carrera por parte de las compañías farmacéuticas a presentar ensayos muchas veces con errores metodológicos, escaso número de pacientes y otros defectos, que sin embargo han logrado de las agencias reguladoras tipo EMA y FDA, la aprobación de indicaciones y esquemas de tratamientos con grados de evidencia muy bajos cuando el coste de los fármacos es muy elevado.
En segundo lugar las autoridades sanitarias, los pagadores dentro de un sistema de sanidad pública se han enfrentado a una presión importante por parte de médicos y enfermos, que ven la posibilidad de curar una enfermedad que conlleva una presión asistencial muy importante, un deterioro en calidad de vida y un coste sanitario no despreciable. Como en nuestro país el sistema de estimación de precios para financiar un tratamiento de coste importante posiblemente estaba lejos de ser perfecto y la terapéutica del virus C ha creado una situación de tormenta perfecta, alto coste de fármacos y muchos enfermos a tratar, el tratamiento de la infección por VHC ha creado un verdadero conflicto sanitario y se han tenido que tomar estrategias en base a una presión política y con una urgencia que en muchos casos ha determinado distorsiones.
Sobre estas dos premisas nos encontramos en abril de 2015 la posibilidad de tratar a un gran número de enfermos, lejos ya las limitaciones y las prioridades, pero en base a unos parámetros con un elevado grado de incógnitas. La primera de ellas es la eficacia de estos fármacos en las diversas situaciones del enfermo con hepatitis crónica por virus C. Las evidencias en muchos casos no llegan casi nunca a un grado A, y en la mayoría se quedan en un grado C, con esta limitación se plantean estrategias con fármacos, combinaciones de los mismos, tiempo a administrar y costes que no soportan un grado de evidencia aceptable. En esta situación los prescriptores se plantean decisiones terapéuticas desconociendo la eficacia real ante casos concretos, y por otra parte al ignorar el coste real de los fármacos, las decisiones básicas de farmacoeconomía, es decir el utilizar entre dos opciones el tratamiento más eficaz y de menor coste o bien ante similar eficacia el que conlleve menor gasto no se pueden aplicar. Por ello consideramos urgente que ante la necesidad de indicar uno u otro fármaco sería muy importante establecer protocolos terapéuticos que sin mermar la eficacia determinen un menor coste sanitario. Esta decisión no la pueden tomar los prescriptores si desconocen dos factores: en primer lugar el coste real de los tratamientos, tanto en coste por dosis o coste en razón de tiempo que se administra, dado que este último factor puede ser muy importante. En segundo lugar deben establecerse las tasas de eficacia lo más individualizadas posible. Somos conscientes de su dificultad, y con un grado de evidencia alto ya que es difícil por experiencia en tratamientos anteriores que logremos estudios comparativos con un grado de fiabilidad aceptable.
Así pues es prioritario hasta no tener una mayor evidencia de los resultados de los tratamientos, en base a lo que conocemos actualmente, plantear unos criterios de utilización en que se establezca el coste por tratamiento en razón de fármaco y tiempo de administración o por lo menos las condiciones de estos determinantes. Todo ello con el fin de establecer unas reglas de prescripción que permitan una mejor utilización de los recursos públicos y por tanto una utilización lo más amplia posible de estos fármacos, que constituyen una solución cercana al 100% ante una enfermedad que actualmente determina más muertes diarias que el tráfico en nuestras ciudades y carreteras y que da lugar a un coste económico, social y de calidad de vida muy importante.
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