Ramos Díaz R1, Viña Romero MM2, Gutiérrez Nicolás F3
1 Bióloga molecular. Fundación Canaria Instituto de Investigación Sanitaria de Canarias (FIISC)/CHUC (España)
2 Farmacéutica adjunta. Complejo Hospitalario Universitario Nuestra Señora de la Candelaria (CHUNSC) (España)
3 Farmacéutico adjunto. Jefe Unidad de Investigación. Complejo Hospitalario Universitario de Canarias (CHUC). Instituto Universitario de Enfermedades Tropicales y Salud Pública de Canarias (España)
Fecha de recepción: 12/04/2020 – Fecha de aceptación: 12/04/2020
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Con frecuencia escuchamos la expresión “Investigación Aplicada”, pero en pocas ocasiones nos paramos a reflexionar sobre el significado de este término. La definición debería llevar implícita el concepto de “servicio”, y entonces es cuando rápidamente surge la pregunta: ¿En cuántas ocasiones se realiza una investigación de este tipo realmente?
La Investigación Aplicada en un entorno clínico ha de ser aquella que aporte soluciones a los problemas cotidianos de los sanitarios. Esto requiere de un cambio en la forma de trabajar clásica en el campo de la investigación, pues esto implica una flexibilización absoluta del esfuerzo investigador que permita la adaptación continua a estas necesidades. Los investigadores estamos acostumbrados a movernos en una zona de confort que dominamos tras años de dedicación a una misma línea de trabajo en la que nos es relativamente fácil avanzar, pero sí hay algo que de verdad caracteriza a los problemas reales en los hospitales, es su marcada heterogeneidad y constante dinamismo. Así, pues, la situación ideal sería aquella en la que el investigador que está a disposición de un servicio hospitalario (o mejor dicho, el equipo de investigación aplicada) posea una excelente formación en ciencia básica, técnicamente impecable y carente de una línea específica de investigación como bloque central de su trabajo, así como una integración completa en la parte asistencial y conocimientos sobre la misma para identificar puntos de mejora. Esta debería ser la organización estructural/logística; pero en cuanto a la funcional, la investigación aplicada debería centrar sus esfuerzos en el diseño de estrategias que reúnan los siguientes criterios:
1.- Que el desarrollo de la misma esté basado en una metodología asumible por las estructuras hospitalarias.
2.- El fin no es que “nuestro laboratorio” asuma la tutela del trabajo derivado de esa investigación, sino que debe cederlo al hospital para su aplicación de forma inmediata.
Basado en estas premisas, deberíamos comenzar a asumir que uno de los valores reales de un investigador aplicado en la sanidad no debería ser solo el factor de impacto de sus publicaciones (sin menospreciar este aspecto, ni mucho menos) sino además el grado de aportación de sus avances en técnicas de laboratorio que han llegado a ser incorporadas en la Cartera de Servicios del hospital dentro de la rutina de clínica.
El mejor ejemplo por ser de actualidad, es el que estamos viviendo ahora mismo con la pandemia del COVID-19. Según los datos más recientes, aquellas regiones que han realizado cribados masivos a su población son las que han logrado amortiguar el impacto de la infección. Aquí es donde la investigación aplicada debería comenzar a ejercer su influencia, su actitud y su valor como servicio. Es decir, si el cribado masivo es el que ha demostrado ser el mejor método de contención hasta la fecha, nos encontramos en un momento en el que la investigación es más necesaria que nunca. Con toda seguridad ya han sido muchos los grupos de investigación que, previendo la situación que se avecinaba, comenzaron a poner a punto técnicas básicas de biología molecular para la detección de infección por COVID-19, como las conocidas “PCR caseras”. Desde el comienzo de esta pandemia, la demanda exponencial de recursos ha limitado el acceso a los kits comerciales que solo operan en equipos cerrados, por lo que no es posible sacar el máximo rendimiento de estos. En esta clara situación de emergencia, estas “PCR caseras” podrían ayudar a incrementar el número de pruebas diagnósticas. Además, esta ayuda no solo sería útil ahora, en la fase más aguda de la infección, sino también en las etapas venideras con el levantamiento del confinamiento, donde quizás sea más importante realizar test masivos con los que analizar la evolución epidemiológica de la infección. Se podría trabajar en cadena de producción, optimizando el tiempo y la calidad de cada uno de los procesos:
Un primer “eslabón” donde los especialistas del área de microbiología clínica de los hospitales, acostumbrados a trabajar con muestras infecciosas, estén focalizados en el paso de extracción del ARN viral, en ocasiones el principal cuello de botella que limita el número de diagnósticos diarios.
Y un segundo en el que los investigadores reciben esos extractos de ARN y ejecutan las RT-PCR en sus laboratorios para identificar a aquellas muestras con COVID-19 positivo.
Por tanto, los Estados deberían aprender de una situación como esta y apreciar que invertir en investigación siempre tiene un retorno a la sociedad, y los investigadores asumir su rol de servicio y flexibilidad.
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